Pbro. Dr. José San José Prisco*
La participación de los laicos en la vida y la misión de la Iglesia es algo que nadie pone en duda. El derecho a promover y apoyar la actividad apostólica de la Iglesia pertenece a todos los fieles, porque se fundamenta en el bautismo; este no solo supone una gracia, sino también una llamada divina a participar en la misión redentora de Jesucristo. De la misma fuente surge el derecho a participar activamente, en un ámbito de libertad, en la misión encomendada por el mismo Cristo (LG 17; cann. 211 y 216).
Esta condición de igualdad de todos los fieles y su corresponsabilidad en la misión (LG 32 y can. 208) exige una actitud nueva y diferenciada en el ejercicio de la autoridad, y obliga a promover la corresponsabilidad de los fieles, no como «ayudantes» de la jerarquía, sino como verdaderos «cooperadores». La Iglesia está llamada a cumplir su misión en sinodalidad, caminando juntos, contando con la cooperación de todos, aunque sea luego la jerarquía la responsable de tomar las decisiones después de un discernimiento que debe ser también colegial.
El número 103 del Documento final del Sínodo señala que la participación de los bautizados en los procesos de toma de decisiones, así como las prácticas de rendición de cuentas y de evaluación tienen lugar a través de mediaciones institucionales ya previstas en el Código de Derecho Canónico, como son el Sínodo Diocesano (can. 466) y los Consejos de Pastoral Diocesano (can. 514 § 1) y Parroquial (can. 536), o los Consejos Diocesano y Parroquial para los Asuntos Económicos (cann. 493 y 537).
Estos organismos representan lo que el papa Francisco definió como el «primer nivel de ejercicio de la sinodalidad» que se realiza en las iglesias locales, donde los miembros que los componen y la autoridad pastoral que los preside se escuchan para tomar las decisiones más acertadas para el bien de la comunidad (Documento final del Sínodo, n. 103), lugares de encuentro, escucha recíproca y discernimiento común sobre la marcha de la comunidad que conducen a la toma de decisiones. Su función sería totalmente ineficaz si no se usan adecuadamente (DF 104). Esto conlleva una conversión de la mente y del corazón (DF 43), no un mero cambio de las estructuras (DF 11) sino una verdadera conversión de las relaciones (DF 50), y una conversión de los procesos, con la implantación de una metodología de trabajo verdaderamente sinodal, centrada en la escucha de la palabra de Dios, la escucha del otro, el diálogo fraterno y el discernimiento conjunto (DF 90). El método de la conversación en el espíritu se ha comprobado muy útil, pero no es el único y puede ser complementado con otros (DF 45).
Parece necesario que, cuando se trata de organismos en los que debe haber una representación de todas las categorías de fieles (como sucedería con el Sínodo Diocesano, las Asambleas o los Consejos de Pastoral), se favorezca la presencia de los laicos que tengan un compromiso social y de los grupos habitualmente menos representados (DF 106), como son los jóvenes, quienes viven en condiciones de pobreza o marginación, o las mujeres (DF 60).
La Iglesia del siglo XXI está llamada a ser sinodal: una comunidad donde todos los bautizados —laicos y jerarquía— caminan, escuchan, disciernen y deciden juntos, desde la igualdad del bautismo y la corresponsabilidad en la misión. Esto exige conversión, inclusión y el uso auténtico de las estructuras ya existentes, para que la voz del Espíritu, que habla en el pueblo de Dios, oriente el camino de la Iglesia.
*Decano de la Facultad de Derecho Canónico. Universidad Pontificia de Salamanca
**Para conocer más sobre la tarea de los laicos puedes consultar los siguientes títulos.