Hna. Ma. de Jesús Zamarripa Guardado odn
El 20 de octubre de 2024, Chiapas se estremeció con la noticia del asesinato del padre Marcelo Pérez Pérez. Dos hombres encapuchados dispararon contra él, después de haber celebrado misa en la iglesia de Cuxtitali, en San Cristóbal de las Casas. Así fue silenciada una voz que, durante años, clamó por la justicia, la paz y la dignidad de los pueblos originarios de Chiapas. Pero, lejos de callarse, su testimonio se multiplica hoy en el clamor colectivo por la vida, la paz, la justicia, la memoria y la verdad.
El padre Marcelo no fue un sacerdote cualquiera. Fue un pastor indígena tzotzil, un profeta defensor incansable de los derechos humanos, un constructor de paz en una tierra fracturada por la violencia, la pobreza, la desigualdad y el olvido. Consciente de la gravedad de la situación en Chiapas, denunció una y otra vez la complicidad entre el crimen organizado y estructuras de poder político y económico. Lo hizo con firmeza, sin esconderse, advirtiendo en múltiples espacios que “Chiapas es una bomba de tiempo”, y que si no se tomaban medidas urgentes, sus pueblos serían sometidos por el crimen organizado. Por esta visión lúcida y comprometida fue señalado, amenazado y perseguido.
A través de peregrinaciones, celebraciones litúrgicas, diálogo y mediaciones, Marcelo tejió redes de reconciliación entre grupos enfrentados. Su misión pastoral trascendió lo eclesial: fue constructor de comunidad, mediador de conflictos, acompañante de los desplazados, y promotor de elecciones comunitarias legítimas. Encarnó una teología profundamente latinoamericana, como la de Don Samuel Ruiz y el obispo Raúl Vera, cuyo compromiso con los pobres no era opcional, sino evangélico. “La Iglesia no puede ser neutral frente al sufrimiento”, decía Marcelo con convicción. Su asesinato no fue un acto fortuito ni aislado. Fue la aniquilación de un símbolo incómodo para quienes buscan someter los territorios por el miedo y la impunidad.
Un modo de ser que incomodó
El modo de ser del padre Marcelo incomodaba a quienes pretendían que la Iglesia se mantuviera en silencio y al margen de las problemáticas sociales y políticas del estado de Chiapas. Él, contraviniendo esas expectativas, fue una presencia viva, crítica y activa en medio de la realidad dolorosa de Chiapas. Su ministerio estuvo marcado por la opción preferencial por los vulnerados, pero también por la construcción de paz como camino evangélico. Denunció la presencia de bandas criminales en comunidades, habló de las amenazas que recibía, advirtió sobre la infiltración del crimen organizado en la vida política y social, e hizo un llamado a la organización comunitaria para resistir desde la fe. En una de sus últimas declaraciones públicas expresó: “Debemos organizarnos y levantarnos para evitar que el crimen entre a los pueblos”.
Este compromiso con la vida, la verdad y la dignidad no es inocuo. Como Jon Sobrino (1991), está convencido de que ser mártir es dar la vida por amor, pero también a causa del amor; por eso los mártires son asesinados. En esa clave se puede entender el asesinato de Marcelo: murió porque vivía y actuaba a favor de los demás con rostros concretos. Su espiritualidad no era evasiva ni desencarnada, sino profundamente política en el mejor sentido de la palabra: orientada al bien común, a la justicia estructural y a la organización popular.
Chiapas: entre el abandono y la resistencia
Para comprender el fondo de este crimen, es imprescindible mirar la realidad de Chiapas, estado históricamente marginado, con una alta población indígena, vastas riquezas naturales y profundas desigualdades sociales, que ha sido escenario de conflictos territoriales, desplazamientos forzados, violencia armada y represión. En sus comunidades, la vida cotidiana está atravesada por la pobreza estructural, la migración obligada y la disputa por los territorios entre actores criminales y megaproyectos que son una amenaza profunda a la vida.
La gente de Chiapas, especialmente del campo, vive de la agricultura, del trabajo artesanal, de la organización comunitaria. Son personas trabajadoras, espirituales, profundamente ligadas a la tierra, pero amenazadas por un entorno que las expulsa o las criminaliza. Las carreteras se han convertido en corredores del crimen organizado, donde viajar en autobús puede ser una experiencia de humillación, sobre todo si se tiene la piel morena. Los retenes de autoridades se confunden con grupos armados; las garantías más básicas están lejos de cumplirse.
Esta realidad no es nueva. Desde la masacre de Acteal en 1997, pasando por múltiples denuncias de violaciones a derechos humanos, hasta los desplazamientos actuales, Chiapas es una tierra que clama por justicia. Lo decía el jesuita José Avilés en la Universidad Iberoamericana: “Chiapas vive en un estado de convulsión permanente”. Es en este contexto donde la figura de Marcelo cobra sentido: él representaba una esperanza activa, una mediación posible, una voz que organizaba sin imponer, que dialogaba sin callar, que ungía sin olvidar la lucha.
Una espiritualidad encarnada
El padre Marcelo vivió su fe desde una espiritualidad de encarnación, no como un refugio individualista, sino como compromiso con el sufrimiento de su pueblo. De la misma forma que habla Leonardo Boff (2000), acerca de la espiritualidad, ésta no es un añadido, sino una dimensión constitutiva de la lucha por la justicia. Marcelo asumió este tipo de espiritualidad con coherencia: oraba con su gente, caminaba con ellos, los defendía ante el poder y apostaba por la reconciliación sin renunciar a la verdad.
El crimen que acabó con su vida busca enviar un mensaje de miedo. Pero su memoria no puede ser cancelada. Marcelo no será recordado solo como una víctima, sino como un testigo, un pastor y un profeta de la verdad. Su nombre se une al de tantos hombres y mujeres que, en Chiapas y en América Latina, han dado su vida por acompañar procesos comunitarios de liberación. Su sangre derramada clama, como la de Abel, pero también fecunda como semilla de resurrección.
Una herencia viva
Hoy, su ausencia duele. Duele en las comunidades que lo reconocían como hermano, en la Iglesia que pierde a un pastor valiente, en los movimientos sociales que hallaban en él una voz aliada. Pero también su presencia persiste: en las luchas por la defensa del territorio, en los comités de paz que ayudó a formar, en las eucaristías que inspiró, en los corazones que encendió.
El mejor homenaje a Marcelo es continuar su legado. Recuperar su palabra, su estilo pastoral, su fe sin miedo, su claridad ética. Seguir apostando por un Chiapas donde la vida sea digna, la justicia posible y la organización comunitaria un acto de esperanza activa. Porque como él mismo decía: “no podemos resignarnos al crimen como destino”.
Referencias:
Boff, L. (2000). Espiritualidad: un camino de transformación. Sal Terrae.
Sobrino, J. (1991). Cristología desde América Latina. Trotta.
Testimonios y declaraciones del P. Marcelo Pérez (2023–2024), recuperados de redes comunitarias y foros públicos.
*Para conocer más testimonios de cristianos comprometidos, te recomendamos leer el siguiente libro: