Santiago Zapién M.
La ciudad de Dios es una obra que podría parecer que no requiere ningún tipo de presentación, su importancia y resonancia histórica la vuelven un objeto casi sagrado dentro de la intimidante categoría de obras universales, aquellas merecidamente elevadas en un pedestal exclusivo para las mentes más geniales que ha visto la humanidad. Sin embargo, de esa materia ya se ha escrito en demasía, con mayor vehemencia y portento del que yo podría ofrecer, pues considero que la obra del Doctor de la Gracia abunda en elogios y adulaciones que preservan su figura en esa categoría de autoridad intelectual insuperable.
Ahora bien, es mi deseo aproximarme al autor desde otro punto de vista, con un enfoque diferente al de la erudición o el rigor analítico. La Ciudad de Dios, además de ser un tratado teológico esencial en la historia de la filosofía, es también una voz muy personal de la vida de un pecador, pero, sobre todo, de un santo de carne y hueso llamado Agustín. No se dirige únicamente a unos cuantos privilegiados dotados del conocimiento necesario para acceder a sus ideas o para deleite de especialistas que estudian su arte y su teoría. El mensaje más profundo que san Agustín expresa no se reduce únicamente a una cátedra de latín con figuras retóricas elegantes y apologías provistas de una portentosa lógica.

A través de sus páginas, el obispo de Hipona nos comparte una visión holística de la cristiandad, pero no como un conjunto de creencias religiosas monolíticas o como un mero ente rígido e institucional, por el contrario:
Agustín nos invita a entender la ciudad de Dios como el fin último de los cristianos, no como una utopía inalcanzable de tan celestial y mística, sino que se trata de una realidad dinámica, revolucionaria, liberadora, que sucede en nuestras vidas, todo el tiempo y en cualquier lugar.
Su palabra es viva y por eso el carisma agustiniano va más allá de la pura inteligencia; reconoce que, sin la fe, el pensamiento se pierde en argucias y revelaciones tergiversadas, cuya racionalidad, genialidad, perfección y precisión no son suficientes para la salvación ni redención del alma.
Hoy día, La Ciudad de Dios nos sigue acompañado con relevancia y vigencia, porque su contenido nunca deja de resonar con la naturaleza humana, su enseñanza es de índole atemporal. En nuestra época, a más de 1,500 años de haber sido escrita, las reflexiones esenciales de La ciudad de Dios persisten; y si bien algunos elementos históricos y culturales propios del contexto de la obra nos resultan ajenos, la filosofía que lanza san Agustín es una que concierne a la humanidad entera, especialmente porque la doctrina espiritual agustiniana es más que un diagrama mental en el que se explica la dicotomía del bien y el mal, se trata también de un llamado que nos conduce a un modo de vida auténticamente cristiano, cuya fe se basa en el anhelo de esa ciudad de Dios para imitarla, en la medida de lo posible, en esta ciudad terrenal. Nos advierte de los peligros de depositar nuestra fe enteramente en lo temporal, olvidando al Creador que es eterno. La filosofía de san Agustín nos hace reflexionar sobre las causas mismas del devenir de la historia y nos recuerda que el absoluto va más allá de la materia, porque mientras la ciudad terrenal es esclava de la muerte, el pecado y la decadencia, la Ciudad de Dios, verdadera casa del humano, es vida eterna, la gloria infinita de Dios.

Vivimos en un mundo que, como el de san Agustín, nos atrapa en sus falsas utopías, corrompen el espíritu y lo enferman con aberraciones. Piensan que han superado a Dios como una superstición y que el poder de la tecnología ha de liberarnos de nuestras condiciones humanas como si éstas fuesen ataduras. Al igual que Roma, creen que sus imperios son eternos y que son invencibles, que son la esperanza en el fin del mundo, pero qué equivocados están. Por eso, Agustín nos convoca a la más radical de las actitudes: la conversión. Su obra no busca solamente a los creyentes, por el contrario, desde el arrepentimiento y la humildad, San Agustín agita y provoca con sus amonestaciones. Abraza con amor al pagano con el que se identifica y condena al hipócrita, al supuesto cristiano que pretende creer en un Dios pero que no lo demuestra en sus actos, un cristiano prisionero de un fervor vacío que solo busca las apariencias, una espiritualidad simulada que, aunque tenga los aplausos y el encomio de la ciudad terrenal, no tiene cabida alguna en la Ciudad de Dios.
Es así que la teología de Agustín nos libera, nos hace volver la mirada al destino definitivo de todo cuanto existe, pero no lo hace a través de una trascendencia cruel que aplasta y exhibe cada fragmento de la miseria humana, en cambio, conjunta a la providencia con nuestro libre albedrío, sintoniza nuestra historia individual con una historia colectiva, un pueblo divino en la parte y en el todo, porque Dios hace de nuestra inmanencia algo trascendente.
*Si deseas conocer más sobre san Agustín, revisa los siguientes libros.