Pbro. Carlos Olivero*
¿De qué sirve estudiar la historia si no es para que nos ayude a comprender nuestro tiempo? Pero es tan necesario el esfuerzo de la voluntad que nos lleva a incorporar los conocimientos, como gozar de ese instante de lucidez, que como un relámpago se nos regala para iluminar la consciencia.
Así me ocurrió hace poco, y entonces comprendí que necesitaba volver a mis tiempos de estudiante, para una vez más, enfocarme en la caída del Imperio Romano de Occidente. Sólo que ahora, al hacerlo, intento responder preguntas nuevas. Esa reflexión es lo que deseo compartir.
Y es que este último tiempo me obliga a viajar por los distintos países para descubrir cómo desde la Iglesia se está respondiendo al problema de las adicciones, y en caso que no se esté haciendo, proponer el camino.
Lo cierto es que en este ir y venir voy constatando que el escenario se está poniendo cada vez más oscuro. Cuando uno quiere analizar el problema de la droga, habitualmente lo hace desde los dos polos.
El polo de la oferta está relacionado con el negocio del narcotráfico, los cárteles, clanes, pandillas, etc. Y en este punto hay que afirmar que la última década este tipo de organizaciones tuvo un crecimiento exponencial, vinculado a lo que algunos llaman la globalización del crimen organizado. Podemos ver que algunas organizaciones se volvieron verdaderas transnacionales del delito, multiplicando no solo sus geografías, sino también los rubros de su actividad (tráfico de drogas, minería ilegal, trata de personas, extorsión, etc.). Y esto que pareciera estar pasando en todos los países de la región, muestra a los estados nacionales cada vez más impotentes, incapaces de controlar sus propios territorios.
Efectivamente hoy asistimos a un profundo debilitamiento de los estados nacionales, pero no solo en cuestiones referentes al control del territorio, sino en todos los órdenes de la vida social y política. En Fratelli Tutti N° 172 el Papa Francisco señalaba:
«El siglo XXI «es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política«.
Pareciera tratarse del desmoronamiento de una civilización, y el confuso surgimiento de otra. Algo similar sucedía en el siglo V, cuando algunas tribus bárbaras asolaban el territorio y empujaban los pueblos a migrar, y otras, históricamente más integradas se desmarcaban del control imperial. Aunque la fecha se establece en el 476 d.C., cuando el último emperador romano, Rómulo Augústulo, fue depuesto por el rey germánico Odoacro, el imperio romano de occidente no cayó de un día para otro, se fue deshilachando progresivamente.
El ejército y el derecho, que otrora fueran claves civilizatorias fundamentales de la civilización que caía daban paso a otras fuerzas y a nuevos sistemas judiciales, o lisa y llanamente a la anomia.
Con el debilitamiento de los estados nacionales modernos, no solo constatamos la instauración de otras fuerzas, sino que nuestros intentos por garantizar la justicia también entran en crisis.
La anomia surge del debilitamiento de los estados nacionales modernos, que no pueden controlar el territorio ni la economía, y se vuelven incapaces de garantizar la justicia. Así, el hombre y la mujer de hoy viven una inseguridad y un malestar radical.
En su opúsculo El malestar en la cultura, Freud señala que «tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos (…). Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella«. Y en ese mismo lugar se pregunta, sin lograr responder, por el sentido de la religión.
Esto explica que desde el polo de la demanda también veamos un franco crecimiento del problema de las drogas. Frente al malestar de la vida, hoy tenemos una industria del entretenimiento tremendamente desarrollada, y cada vez más posibilidad y necesidad de narcotizarnos.
¿Pero de qué sirve estudiar la historia si no es para comprender mejor nuestro tiempo? También aquella época nos da pistas para encontrar el camino. Y la figura más clara de aquel tiempo fue sin lugar a dudas san Agustín, que aportó a la comprensión política de lo que estaba pasando y señaló la importancia del camino espiritual.
Él permitió entender a sus coetáneos que la civilización que se desmoronaba no era el cristianismo sino el Imperio Romano: una construcción humana, contingente y corruptible. Y para hacerlo contrapuso la Ciudad Terrena, imagen del imperio que se desmoronaba, basada en el amor propio hasta el desprecio de Dios, que busca poder, gloria y bienes materiales; con la Ciudad de Dios, eterna y trascendente, fundada en el amor a Dios y al prójimo, peregrina en la tierra con su patria en la Jerusalén celestial.
Pero a la vez, luego de su larga búsqueda personal, señaló el camino de la interioridad para buscar a Dios, y la verdad cristiana como la roca firme en medio de tanta inseguridad. Sólo en esa búsqueda, el hombre y la mujer de hoy encontramos el sentido, y las posibilidades de encontrar la vida, cuando alrededor todo se desmorona. No se trata del paliativo freudiano, sino de la verdadera iluminación, el único lugar seguro en este terremoto.

Sacerdote de la arquidiócesis de Buenos Aires desde 2005. Miembro del equipo de curas villeros. Coordinó la Familia Grande Hogar de Cristo (FGHC). Presidió la fundación Universidad Latinoamericana de las Periferias (ULPe) Coordinó la RECOR (Red de Comunidades Organizadas).
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