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San Martín de Porres, humilde y pobre

Natalia H. Miedzinski

 

Fray San Martín de Porres OP (1579-1639) es un santo peruano, primer santo negro de América. Beatificado por el papa Gregorio XVI en 1837 y elevado a los altares por el papa Juan XXIII en mayo de 1962. Conocido como el Ángel de Lima, este varón insigne de singulares virtudes con el ejemplo de su vida, «nos demuestra que es posible conseguir la salvación y la santidad por el camino que Cristo enseña: si ante todo amamos a Dios de todo corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente; y, en segundo lugar, si amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos». Se le conoce también como el Santo de la Escoba, por ser representado con una escoba en la mano como símbolo de su humildad.

 

VIDA

San Martín de Porres nació en diciembre de 1579 como fruto de la oculta relación de una negra criolla libre, natural de Panamá, Ana Velazquez y un caballero hidalgo español, Juan de Porras. El pequeño fue bautizada el 9 de diciembre de mismo año y el mundo aun no sabía que en este pequeño niño se iba a expresar la complacencia de Dios. De la relación de Ana y Juan nacieron dos niños, primero Martín y luego su hermana Juana. Después de los primeros años del cuidado exclusivo de la madre, Juan por fin reconoció a sus hijos y decidió hacerse responsable de ellos ante la ley. En 1586 los llevó consigo a Guayaquil con unos parientes, donde dejó a la pequeña Juana. Martín regresó con su padre a Lima. Don Juan recibió entonces del conde del Villar la confirmación del cargo del Gobernador de Panamá y fue obligado a dejar a Martín de nuevo con su madre. El joven Martín, con la inocencia del alma que busca a Dios, y con la dirección de su madre, y probablemente de la señora a quien servía, doña Isabel García Michel, empezó a hacer progresos admirables en la virtud. Pronto fue visto orando todas las noches de rodillas con la luz de una vela de cebo ante una imagen del Cristo Crucificado. Poco se sabe de los años de infancia de San Martín. Solo se menciona que era pobre pero en su pobreza hallaba modo de ejercitar la caridad con otros más necesitados que él. Obligado a trabajar y a ayudar a su madre se alistó en una oficina de primeros auxilios donde tuvo ocasión de ver cómo se remediaba a los pacientes y se aliviaba sus dolores. También se adiestró en el oficio del barbero.

VOCACIÓN Y VIDA RELIGIOSA

A los 15 años, Martín, atraído a las cosas altas, comenzó a sentir la voz de Dios que lo invitada a la vida mas perfecta. Sus ojos de fijaron en la Orden de Santo Domingo. Su madre Ana se acercó al Convento del Rosario, uno de los más observantes de la ciudad, y con humildad y emoción expresó al Padre prior, Fray Francisco Vega OP el deseo de su hijo. Cumplidos los 16 años Martin fue aceptado en la Orden en calidad de donado, por ser hijo ilegitimo. No le fue permitido aspirar a contarse entre los religiosos si no le servía de por vida al monasterio, a cambio podría vestir el santo hábito y ser considerado como miembro de la familia religiosa. Martín no aspiraba a más. Su deseo no era otro sino el de servir a Dios y a sus prójimos con entera abnegación de sí mismo. Pronto se ganó el afecto de todos.

Se le veía recogido y al mismo tiempo sonriente barriendo los claustros y oficinas, prestando servicio de enfermería a los pobres, replicando las campanas y ayudando en la Santa Misa. En todas partes se le veía modesto, lleno de caridad y dulzura. Su único asilo estaba en los pies del Crucifijo donde mentalmente se abrazaba con el Señor. Así lo describía el papa Juan XXIII en su homilía del 6 de mayo del 1962:

«Excusaba las faltas de los demás; perdonaba duras injurias, estando persuadido de que era digno de mayores penas por sus pecados; procuraba traer al buen camino con todas sus fuerzas a los pecadores; asistía complaciente a los enfermos; proporcionaba comida, vestidos y medicinas a los débiles; favorecía con todas sus fuerzas a los campesinos, a los negros y a los mestizos que en aquel tiempo desempeñaban los más bajos oficios, de tal manera que fue llamado por la voz popular Martín de la Caridad

Con el correr de tiempo se extendió la fama de los prodigios que obraba este piadoso samaritano quien mostraba un don curativo que estaba fuera del alcance de los médicos. Fray Martín visitaba a los esclavos de las haciendas y allí dedicaba horas a la curación de los enfermos no sólo lavando sus llagas y aliviando sus dolores sino derramando en sus corazones afligidos el bálsamo del consuelo y de la esperanza cristiana. ¿Cuánto anhelaban aquellos pobres negros la visita de su hermano de raza!

Y el fraile humilde solía repetir la frase: “Yo te curo, Dios te sana”. Se le atribuye también el don de la bilocación. Sin salir jamás de Lima, fue visto el fraile animando las misiones en Africa, China o en Japón, o curando enfermos en México. Muchos lo vieron entrar y salir de recintos estando las puertas cerradas. Existen testimonios que afirman que cuando San Martín oraba con mucha devoción, levitaba y no veía ni escuchaba a la gente. Otros milagros de curación sorprendente o facultades para predecir la vida propia o ajena, todos ellos eran en la vida de Martín de Porres obras naturales y el sereno fraile solía comentarlos con joviales bromas y excepcional humildad resplandeciendo el santo temor de Dios que reinaba en su alma.

LA MUERTE

Llegando a los sesenta años Fray Martín cayó enfermó de tabardillo pestilencial y anunció que había llegado la hora de su encuentro con el Señor. Hubo gran conmoción en la ciudad, y tal era su veneración que el Conde de Chinchón, Virrey Luis Fernandez de Cabrera fue a besarle la mano cuando se encontraba en lecho de muerte pidiendo su intercesión desde el cielo. Fray Martín solicitó a la dolida muchedumbre que entonaran en voz alta el Credo y mientras lo hacían, falleció. Era el día 3 de noviembre del año 1639. Lo despedían multitudes de gente de todas las clases sociales. Altas autoridades civiles y eclesiásticas lo llevaron hasta la cripta. En la actualidad sus restos descansan en la Basílica y Convento de Santo Domingo en Lima, Perú.

CONCLUSIÓN

Santo Martín de Porres, el hombre prudente, discreto, de alma transparente, con su humilde vida nos muestra que la humildad es el camino de alcanzar las alturas de la cima de la gloria y que la penitencia del servicio al prójimo es el “precio del amor”. Amor al Cristo Crucificado, quien nos invita a consagrarnos al servicio de otros por el amor de Aquel Señor que se hizo siervo de sus criaturas.

 

«Oh Martín, que ya la gloria tu ojos buenos contemplan,

asístenos con tu ayuda, de tu amor danos las pruebas.

Tú recibiste del cielo caridad en abundancia,

Encarnación viva fuiste de amor suave de Cristo.

Horno ardiente era tu pecho lleno del Espíritu Santo;

Padre bueno, te llamaron, pobres, huérfanos y enfermos.

Pide para nuestra almas que en ellas arda ese fuego,

que a Dios siempre mas nos una y crezca en amor fraterno. (…)

Amén.»

 

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