P. Rafael Velasco SJ
Es muy conocida entre nosotros la cita de la carta de Ignacio a los jesuitas de Padua (1547): “Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo a la tierra: “por la opresión del mísero y del pobre ahora -dice el Señor- habré de levantarme”; y en otro lugar “para evangelizar a los pobres me ha enviado”, lo cual Jesucristo haciendo responder a San Juan : “los pobres son evangelizados”, y tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio de entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia, constituirlos por jueces sobre las doce tribus de Israel, es decir, de todos los fieles. Los pobres serán sus asesores. Tan excelso es su estado. La amistad con los pobres nos hace amigos del rey eterno.”
Esta carta no por vieja y conocida deja de ser actual. Sigue siendo iluminadora, particularmente en estos días, en los que el papa León XIV -continuando la obra de Francisco- ha publicado “Dilexit te”, en la que afirma claramente que la opción por los pobres, está en el corazón mismo del Evangelio y por lo tanto en el centro de la fe y la praxis de la iglesia.
Una de las preguntas que surge (y que el Papa aborda también) es ¿desde dónde es esa opción? Y particularmente nosotros jesuitas, ¿desde dónde estamos llamados a hacer esa opción?

Algunas reflexiones
En la introducción a su segunda cristología[1] Jon Sobrino SJ dice algo que me parece luminoso: la humanidad podría dividirse en dos grupos: los que damos la vida por supuesto y los que no dan la vida por supuesto. Los que damos la vida por supuesto tenemos la seguridad de que de no mediar nada raro, podremos llegar al final del día sin dificultades; pero los que no dan la vida por supuesto, los que viven al día, en los márgenes, no saben si al salir de sus casas serán baleados en un tiroteo de ajuste de cuentas entre bandas en el barrio, o si se enferman, probablemente no tendrán dinero para los remedios y a lo mejor morirán de enfermedades tratables, o a lo mejor van a la escuela y no hay clases, y no tienen con quién dejar a sus hijos que merodean las esquinas donde se ofrece la muerte en forma de droga y sinsentido.
De acuerdo al grupo en el que estemos las cosas tendrán diverso significado: educación para el que no da la vida por supuesto significa una escuela que tiene clases a veces si y a veces no, una escuela en la que entra la droga y la violencia, en la que se hace lo que se pueda en medio de condiciones durísimas; educación, en cambio, para los que damos la vida por supuesto, supone transitar por instituciones educativas medianamente ordenadas, en las que recibimos los conocimientos necesarios para conseguir empleo y una buena posición social. Justicia significa cosas diversas también: vemos que las cárceles están llenas de pobres, porque para ellos una notificación judicial es un problema enorme, no tienen abogados o caen en manos de inescrupulosos o inexpertos y terminan mal; los que damos la vida por supuesto tenemos recursos para contratar un estudio de abogados y solventar las cosas con más recursos.
Dios tampoco significa lo mismo. Para los pobres Dios es de primera necesidad, es el único que está cerca y los auxilia; para los que damos la vida por supuesto Dios puede llegar a ser un artículo de lujo. No pocas veces pareciera que podemos resolver nuestra vida sin Él.

Francisco en Laudato Si, señala este mismo punto desde una perspectiva similar:
“Quisiera advertir que no suele haber conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos. Ellos son la mayor parte del planeta, miles de millones de personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan frecuentemente en el último lugar. Ello se debe en parte a que muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados…” (49)
Como señala Francisco, comunicadores, líderes políticos, economistas, (y no pocas veces pastores), piensan como ricos, porque viven cerca de las clases acomodadas.
Mal que nos pese, nosotros jesuitas, religiosos, estamos del lado de los que damos la vida por supuesto. Y eso implica -como hemos señalado- una visión de las cosas y de Dios mismo. Para los pobres Dios suele ser fundamental porque es lo único que tienen, porque a Él se encomiendan al salir de sus casas para no ser asaltados cuando van a tomar el colectivo a las 5 de la mañana, a Él se encomiendan y a la Virgen o algunos de los santos cuando están enfermos y los diagnósticos tardan (o cuando los datos no son comprendidos porque los profesionales utilizan palabras que ellos no entienden, pero tienen vergüenza de preguntar), Dios es el principal señalado ante el dolor, en la enfermedad, en la angustia, para pedirle o para reclamarle, pero Dios es de primera necesidad. Para nosotros, el grupo de los que damos la vida por supuesto, Dios puede llegar a ser un artículo de lujo -una amenity– al que recurrimos tal vez, desde nuestras seguridades, pero que no es alguien fundamental para definir vida y opciones. Es más, no pocas veces desde cierta altura teológica del que ha estudiado, tildamos de supersticiosas algunas prácticas religiosas de los pobres, algo así como una religiosidad de segunda, falta de “ilustración.”
Jon Sobrino SJ, en su libro, plantea como solución a esta grieta el “entrecruzamiento de horizontes”, para que la perspectiva de los pobres nos ilumine, y nuestra visión y conocimientos los ayuden a ellos en su camino.

Por eso la amistad con los pobres es fundamental. Y una amistad se hace de cercanía, de frecuentarnos, de compartir vida y luchas, de aprender unos de otros, implica un involucramiento que desde lejos no es posible, o al menos no es del todo auténtico.
Ignacio de Loyola lo señalaba sencillamente: “la amistad con los pobres nos hace amigos del rey eterno”. Hablar de amistad es hablar de una realidad tan profundamente humana que es evangélica (“Ustedes son mis amigos”, dice Jesús). Y se es amigo de aquel con el que uno comparte tiempo, luchas, intereses, convicciones. Por lo general es así. No hay amistad si no se frecuenta, no hay amistad si no hay una relación horizontal… Y eso se construye desde la cercanía.
Esa cercanía nos hace comprendernos mutuamente, hace que las razones de los pobres y su modo de ver el mundo y a Dios nos toque y cuestione el nuestro. Así como me provocan un rechazo visceral las críticas a los pobres y su estilo de vida que vienen desde el desconocimiento, la comodidad y desde el desprecio, también desconfío muchísimo de los intelectuales de izquierda (también teólogos) que razonan lejos de los pobres, pero supuestamente en su favor.
Bajar pronto…
“Zaqueo, baja pronto, que tengo que entrar en tu casa”, le dice Jesús al gran jefe de cobradores de impuestos que está subido seguro en su arbolito, lejos de Jesús y del pueblo, pero mirando la vida desde su “altura” artificial. Jesús le pide que baje del árbol de sus ideas acerca de Dios, desde las que se mantiene a salvo y a distancia. Jesús le dice, bajá a la altura de toda esta gente, del pueblo, y entremos en tu casa, es decir al lugar de tus afectos, tu corazón.
Cuando Zaqueo desciende a ese lugar, puede encontrarse con Jesús y puede dar generosamente a los pobres y a los semejantes: “daré la mitad de mis bienes a los pobres”, proclama, es decir, daré con generosidad mi tiempo, mis obras, mis recursos. Toda verdadera conversión tiene implicancias concretas de cambio de opciones, de mirada, de ordenamiento de recursos materiales y espirituales. Dejar entrar a Jesús a lo profundo de nuestros corazones, necesariamente, tiene que volcar nuestro tiempo, vida, estudios, obras, comunidades cerca de los pobres.
Tal vez nosotros, jesuitas, la Compañía, como Zaqueo estamos siendo llamados por Jesús a “bajar” de nuestros “arbolitos”, desde los que a veces con ciertas pretensiones intelectuales miramos a Jesús y a la vida eclesial y popular, y deberíamos mezclarnos más con el pueblo de Dios, nuestro pueblo, y abrir el corazón.
Desde ese encuentro salen cosas maravillosas. Jesús dice de Zaqueo: “verdaderamente este es un hijo de Abraham”. Bajar, dejar entrar, proponernos cercanía y solidaridad saca nuestra mejor versión, esa que Jesús ha visto, aunque otros no vieran; cuando todos veían en Zaqueo a un “hijo” de otra procedencia, Jesús ve a un Hijo de Abraham. Algo ha visto Jesús en nosotros para invitarnos a seguirlo. Vivir desde eso da Vida en abundancia. Y en este camino, como dice Ignacio, “los pobres son nuestros consejeros.”

[1] Sobrino, La Fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas. Ed Trotta. Madrid. 1999, p 19
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