Diego Pereira Ríos
Adviento y Navidad, son tiempos de anhelos, de descanso, de alegrías y renovación interior. Para los trabajadores es tiempo de estrés y tensiones por los gastos a costear en las fiestas navideñas -marcadas por el consumismo atroz que nos empuja- donde se sufre la presión de querer tener el dinero necesario para todo: celebrar como se merece: comer y beber bien, comprar regalos para los más cercanos, renovarse, etc. Para maestros y profesores, es el tiempo previo al descanso, el tan deseado tiempo de vacaciones, de alejarse de las aulas, de dejar la burocracia y buscar amparo en viajes de turismo. Para los pobres, aún en la limitación material y aunque de poco dinero dispongan para consumir, la Navidad es también motivo de celebración, de música y bailes, de copas de más y alegrías, y, aunque cueste endeudarse todo el año siguiente, se hace un esfuerzo para hacer regalos. Sin duda faltarían describir grupos o casos concretos de personas y cómo viven o tratan de vivir este tiempo.

Lo que sí considero que experimentamos -incluyéndonos a todos – es que la Navidad trae consigo un tiempo de renovación que nos remueve interiormente y que nos lanza, quiérase o no, justificadamente o no, hacia el futuro. Pero no digamos que esto se refiere en lo tocante a lo material-económico, ni tampoco solamente a lo personal-profesional, pues a menudo miramos al futuro haciéndolo depender de nuestro poder adquisitivo. Me refiero a otro tipo de mirada, más profunda, donde percibimos que la Navidad expande nuestro horizonte y nos recarga de una cierta nostalgia de algo que hemos experimentado en un pasado y que, por haber sido tan hermoso, nos ha marcado y necesitamos volverlo a experimentar. Si miramos con atención, muchos de nosotros -bajo los efectos de la sensibilidad de esta época del año- recordamos nuestra infancia, la Navidad en familia de aquellos tiempos donde todo parecía mejor, más hermoso, más humano.

Si están de acuerdo conmigo podemos seguir reflexionando en este camino: la Navidad mueve el fundamento de nuestro ser que nos lleva, casi inconscientemente, a desear vivir lo ya vivido, de traer el pasado al presente, de llenar el vacío y el sinsentido con el cual cargamos, con las vivencias y las personas que estuvieron en determinado momento de nuestra historia. A partir de esto podemos afirmar que casi todos nosotros vivimos la Navidad muy equivocadamente haciéndola depender de gustos superfluos, comidas o regalos -cosas materiales- cuando lo que necesitamos es volver a experimentar lo vivido con aquellos que amamos. Como indica el teólogo Bruno Forte “la relación interpersonal expresa la estructura general del ser, la profundidad ontológica por la cual el hombre no es soledad, sino apertura constitutiva al otro, y viene a realizarse en el reconocimiento y en la acogida de la alteridad”[i]. La Navidad tiene ese poder de hacernos caer en cuenta que lo único necesario es la familia, los amigos, los afectos, los recuerdos que llenan el corazón y que pujan en la memoria: “la memoria asegura pues la unidad profunda del sujeto que conoce y que quiere y viene a constituir el fundamento de la identidad del hombre interior”[ii].

Mas concretamente, considero que la Navidad nos lleva a un reencuentro con nuestro propio yo, este que somos y que hemos sido siempre (pasado y presente) y no el que deseamos ser (futuro), muchas veces idealizado y cargado de imposibles. Experimentamos una necesidad de reunificación interior de que lo anhelamos volver a ser y todo ello desde la memoria que trae los recuerdos. Al decir del filósofo Lévinas: “Lo irreparable no se debe al hecho de que en cada momento tenemos recuerdos; el recuerdo, al contrario, se funda en esta incorruptibilidad del pasado, en el retorno del yo a sí. Pero el porvenir surgido en cada nuevo instante ¿no da ya al pasado un sentido nuevo? En este sentido, antes que alejarse al pasado ¿no lo repara? En este retormo del instante nuevo al instante antiguo, reside, en efecto, el carácter saludable de la sucesión. Pero este retorno pesa sobre el instante presente, «cargado de todo el pasado» aunque grávido de todo el porvenir”[iii]. En el hecho de traer a nuestro hoy aquello que hemos sido y actualizarlo se muestra en germen lo que podemos llegar a ser.
La Navidad contiene entonces esa capacidad de esta promesa de futuro, embarazada de un porvenir que, visto desde el pasado, tiene que ver mucho más con lo que somos nosotros, que cuando apenas lo miramos desde el presente. La Navidad es la Buena Nueva de la vida que renace en medio del desenlace de la vida misma, por tanto, es una regeneración que es posibilitada por Dios. “Regeneración significa: la nueva vida comienza en medio de la vida vieja…[]… Dios hace que la nueva Creación del mundo, que se convierte en el Reino de su gloria, comience ya en el individuo y en la comunidad por medio del Espíritu Santo”[iv]. La Navidad es la oportunidad que tenemos de ser mejores personas, mejores seres humanos, con un pie en el pasado del cual sentimos nostalgia y otro pie en el presente como punto de inflexión para saltar hacia el futuro. En este presente, en el hoy de un nuevo nacimiento del Hijo de Dios, está la oportunidad de renovar nuestra fe y nuestra esperanza, de esa renovación interior que nos haga cambiar y nos lance hacia un horizonte cargado de novedades que llenen nuestro deseos profundos de verdadera felicidad.

*Para conocer más sobre el Adviento y la Navidad te recomendamos conocer nuestros títulos para esta temporada.
[i] Forte Bruno, La eternidad en el tiempo, Salamanca: Sígueme, 2000, p. 62.
[ii] Ibidem, p. 76.
[iii] Lévinas, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca: Sígueme, 2002, p. 289.
[iv] Moltmann, Jürgen, Temas para una teología de la esperanza, Buenos Aires: La Aurora, 1977, pp. 12-13.