El radical humanismo de Simone Weil, fallecida a los 34 años, es redescubierto en todo el mundo
Dra. Maria Clara Bingemer
Hace poco más de 60 años, en la soledad de la noche del 24 de agosto de 1943, moría, en el más completo aislamiento, en un sanatorio de Ashford, Inglaterra, la filósofa francesa Simone Weil. A los 34 años se apagaba una vida que, a pesar de breve, marcó la historia y el pensamiento de Occidente en el siglo XX.
Aún poco conocida en América Latina, solo a finales de los años 80 comenzaron a traducirse allí sus obras. Entre ellas, Pensamientos desordenados acerca del amor de Dios y La espera de Dios, El enraizamiento y Opresión y libertad, La condición obrera, Clases de filosofía y La gravedad y la gracia.
No obstante, Simone Weil llama cada vez más la atención de investigadores extranjeros en Europa y Estados Unidos. Sus obras completas, en proceso de publicación en Francia por la editorial Gallimard, alcanzan ya los 17 volúmenes.

Simone nació en París el 3 de febrero de 1909, hija de una familia de origen judío. Su padre era un médico de Alsacia y su madre, originaria de Rusia. Su hermano fue un precoz matemático, más tarde brillante profesor en Princeton, EE.UU. Graduada en filosofía por la Sorbona, en París, Simone fue la primera mujer catedrática de Francia. Formada en un completo agnosticismo, desde muy joven se mostró apasionada por el tema de la condición humana en el mundo del trabajo.
Militante combativa en la juventud, Simone vivió intensamente las luchas, esperanzas y dolores de su tiempo. Profundamente consciente de la opresión sufrida por los obreros en su país, llevó su solidaridad al punto de dejar la cátedra y trabajar durante un año en una fábrica.
Según sus palabras, esta decisión era, antes que nada,
“un acto de obediencia”
que, una vez vivido, sería entendido como algo que
“mató su juventud y configuró su persona a la desgracia e infelicidad ajenas”.
En los años 30, la intelectual Simone vive junto a los obreros franceses la crisis y el desempleo. Son años duros, decisivos en su vida. En ellos, en sus punzantes palabras, recibe en la carne la marca de la esclavitud, que
“es el trabajo sin luz de eternidad, sin poesía, sin religión”.
Durante la evolución de su proceso intelectual e interior, la filósofa que experimenta desde dentro la vida de los pobres en condiciones de aguda explotación quedará marcada para siempre por la verdad de que
“ninguna poesía sobre el pueblo es auténtica si la fatiga no está presente en ella, así como el hambre y la sed nacidas de la fatiga”.
Simone dejará, desde entonces, en sus escritos históricos y políticos, un insuperable diagnóstico de las causas de la esclavitud moderna, en la cual
“las cosas representan el papel de los hombres, los hombres representan el papel de las cosas: he ahí la raíz del mal”.
La “marca de la esclavitud” y el sentimiento de solidaridad llevarán a Simone a la fe cristiana cuando, en un viaje de descanso a Viana do Castelo, un pequeño pueblo portugués de pescadores, presencia una procesión de mujeres del lugar. En su ardiente relato dice:
“Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es, por excelencia, la religión de los esclavos; que los esclavos no pueden no adherirse a ella, y yo entre ellos”.
Más tarde, en Asís, tiene una significativa experiencia religiosa: en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa María de los Ángeles,
“maravilla incomparable de pureza donde San Francisco rezó muchas veces, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en la vida, a ponerme de rodillas”.
A partir de ahí, el itinerario de vida de Simone será un continuo despojarse, un “abajarse” e ir al encuentro de una cercanía cada vez más amorosa y profunda con Cristo Crucificado y siempre más solidaria con los pequeños, los humildes, los despreciados, los “parias” de la modernidad.

En ese despojo solidario con los excluidos, Simone es progresivamente seducida por el cristianismo. En la Pascua de 1938, va con su madre a la abadía benedictina de Solesmes a escuchar canto gregoriano. Allí conoce estudiantes que le presentan obras de poetas ingleses del siglo XVII. Habiendo aprendido de uno de ellos el poema Love, de George Herbert, comienza a recitarlo continuamente, sin darse cuenta de que ya lo hacía en espíritu de oración. Es en una de esas ocasiones, en noviembre de 1938, que tiene una profunda experiencia mística:
“…sentí, sin estar de ninguna manera preparada, porque nunca había leído a los místicos, una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano… En el instante en que Cristo se apoderó de mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron parte alguna; sentí solamente a través del sufrimiento la presencia de un amor semejante al que se lee en la sonrisa de un rostro amado”.
Agudamente consciente del genocidio que se aproximaba, Simone vive en la carne los tiempos difíciles del ascenso del nazi-fascismo en Europa, tiempos
“en que todo lo que normalmente parece constituir una razón de vivir se desvanece; en que debemos, so pena de hundirnos en el desconcierto o en la inconsciencia, cuestionarlo todo”.
La Segunda Guerra Mundial será para ella la última interpelación. Formula planes irrealizables de participación en el conflicto, rechazados por las autoridades francesas. En el racionamiento alimentario del tiempo de guerra entrega la mayor parte de sus cupones a los refugiados y se sienta a la mesa de los más miserables para compartir las comidas.
Apasionada por Cristo y sintiéndose plenamente cristiana, Simone Weil sin embargo rehúsa aceptar el bautismo, ofrecido por su confesor. Aceptarlo sería, a sus ojos, traicionar el desamparo que entiende como su lugar de permanencia. Refugiarse en las seguridades de la Iglesia, separándose de los olvidados y proscritos con quienes el amor de Dios se hace “casi” imposible,
“más ausente que la luz en una celda tenebrosa”,
le sonaría como traición. Encontrar el Bien junto a ellos, en medio de las celdas oscuras del mundo, exige toda la atención, sin poder jamás ser obra de la propia voluntad. Esa atención es, para Simone, compuesta de paciencia, esfuerzo y método, pero antes que nada,
“la atención absolutamente pura es oración”
y está ligada
“no a la voluntad, sino al deseo. O más exactamente al consentimiento”.
Lejos de la participación activa que deseaba al lado de los combatientes contra el nazismo, impedida de entrar a la Francia ocupada por los alemanes, Simone muere debilitada y sola en el sanatorio de Ashford. Como si presintiera su destino, esta extraña mística de nuestros tiempos modernos escribió:
“…soledad. ¿Cuál será su valor? (…) Su valor consiste en la posibilidad superior de atención”.
En los momentos finales de su vida, sola en un lecho de hospital, sin duda la atención de Simone fue atraída por completo hacia la contemplación de Dios en la miseria humana, pues
“solo una cosa de Dios podemos saber: que Él es lo que nosotros no somos. Solo nuestra miseria es la imagen de eso. Cuanto más la contemplamos, tanto más lo contemplamos”.
Simone encuentra allí la clave del secreto del camino del ser humano hacia el Absoluto: la vulnerabilidad y la mortalidad humanas.

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