Miguel Angel Aguilar Arreola*
Aquellos que experimentan la mística hablan de un encuentro que no puede ser expresado, un encuentro de tal intensidad que necesita de metáforas. Cumbre de expresar esta experiencia artísticamente viene de la pluma de una mujer, Teresa de Jesús:
“Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto.” (V 29,13)
Frente a una manera de vivir la espiritualidad fragmentando a la persona en cuerpo, mente y espíritu, considerando al primero como lo más imperfecto y lo último como lo más sublime, la experiencia de Teresa nos expresa el radical amor que pasa por la entraña, por el cuerpo, una experiencia descrita con expresiones sexuales, tan única en occidente, que no es una sublimación sino apertura total de su naturaleza humana que se une a lo divino, a lo suprahumano, que experimenta y desea sin reservas. Teresa se nos presenta como un fuego que consume en anhelo divino toda su persona, una persona con una afectividad madura y que se asume como una mujer corpórea, sensual, libre de los prejuicios, que no teme en demostrar cuan equivocada estaba la sociedad de su época, pues descubre su cuerpo santificado y catalizador de las experiencias que Dios le regala, entendiendo que es desde ahí donde se debe iniciar el camino espiritual, no por nada siempre utilizará en sus escritos palabras que hacen referencia a algún sentido. Aquí está lo escandaloso, Dios se nos presenta deleitándose personas reales, vulnerables y abyectas.
Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515, en Ávila, España. En el seno de una familia judeoconversa que compró su hidalguía. Es una mujer educada que gusta de la lectura, devora los libros de la casa, entre los cuales estaban obras de Cicerón, Séneca y Virgilio, situación poco común para su época. A pesar de que en su juventud se sabía “enemiguísima de ser monja”(V 2,8), el ejemplo de su maestra Sor María de Briseño, la vida de sus hermanas casadas y recordar como su madre muere de sobreparto, le hacen cuestionarse el destino que le presupone por ser mujer: casarse y callar, tal como lo expresaría tiempo después a sus monjas: “Así como dicen ha de hacer la mujer bien casada con su marido, que si está triste se ha de mostrar ella triste, y si está alegre, aunque nunca lo este, alegre, mirad de qué sujeción os habéis librado, hermanas”(CV 26,4).
El 2 de noviembre de 1535, decide entrar como religiosa en el monasterio carmelita de La Encarnación, de su ciudad natal, allí permanecerá por veintisiete años, hasta que el 24 de agosto de 1562, inaugura su propio convento llamado San José, cuna de una nueva familia religiosa, las Carmelitas Descalzas, que tiene sus pilares en la pobreza, la oración, el trabajo, la alegría y la fraternidad. Teresa realizará cerca de diecisiete fundaciones en el territorio español, tarea que sólo pararía con su muerte. Es en su segunda fundación donde conoce a su colaborador y amigo Juan de la Cruz, con quien en 1568 se inauguraría la descalces masculina.
Murió el 4 de octubre de 1582 en Alba de Tormes y tal como mandaba la tradición fue enterrada al día siguiente, justo cuando entraba en vigor el calendario gregoriano, que pasaba a ser 15 de octubre, día consagrado a su memoria no solo por las liturgias, también por homenajes culturales como el día de las mujeres escritoras, celebrado el lunes más próximo a esa fecha.
Teresa, es mujer de un silencio profundo, de una observación y autobservación que le daba la palabra y la acción precisa. Una mujer que comprende que en toda actividad espiritual para ser considerada verdadera debe pasar por el tamiz de la realidad y la preocupación por el entorno (F 5,8). Este doble camino de contemplación y acción se ven reflejadas en su obra fundacional pero también en sus escritos.
Respecto a su obra fundacional, Teresa, sabe integrar muy bien las espiritualidades y filosofías de su época en este nuevo proyecto, aunque uniéndolo a la centenaria tradición carmelitana. Así que, desengañada de la sociedad de su época basada en honras y dineros, plantea una vida más austera, donde los linajes no tuvieran cabida y donde los intereses de los unos cuantos no se impusieran en la vida de las mujeres a su cargo (CV 9,1), un lugar donde las mujeres pudieran tener acceso a la cultura (Const. 8), e incluso se planteará la fundación de escuelas para niñas (Cta. 27 mayo 1568).
Por otra parte, Teresa es considerada como una de las más prolíficas e importantes escritoras hispánicas, no solo por la cantidad de obras publicadas también por la influencia que tiene hasta el día de hoy, a pesar de todas las dificultades que tenía esto en su contexto, pues la misoginia del siglo XVI atribuía a las mujeres una incapacidad intelectual y espiritual para la enseñanza de las cosas interiores. Aun así, Teresa no dejó de escribir, se atrevió a plasmar sus pensamientos en letras, sin importarle la recomendación, censura y negativa de personajes eclesiásticos y académicos. Quebranta la prohibición, impuesta a las mujeres, de leer textos sagrados y más aún de explicarlos e insta, en sus escritos, a sus seguidoras a conquistar su mundo interior para reflexionar sobre su entorno y darlo a conocer (CE 35,2). Esto abrió las puertas para muchas otras figuras femeninas alrededor del mundo, primero entre sus discípulas directas (la cuales tuvieron que enfrentarse a sus mismos hermanos de orden para salvaguardar la libertad de cátedra, conciencia y gobierno que les había otorgado su fundadora, no sin muchas penalidades) y luego fuera de su orden donde, Teresa, se volvió un referente al cual religiosas y laicas buscaban parecerse, incluso la misma Sor Juana llegó a tenerla como argumento para justificar su vocación literaria[1].
Teresa de Jesús, Teresa de Ávila, Teresa la Grande, muchos nombres para una mujer con muchos rostros, con varios títulos como el de santa y el de doctora de la Iglesia, proclamado oficial y solemnemente el día 27 de septiembre de 1970, por el Papa Pablo VI, siendo primera mujer en ser reconocida con ese título, por el cual tuvo que luchar durante siglos contra el “obstat Sexus”, el sexo se lo impide, que esgrimían los letrados.
Teresa más allá de la idea del genio o del santo predestinado, no solo es patrimonio del catolicismo, es una escritora, una soñadora, pero sobre todo mujer, consiente de su contexto, que la hace lanzar quejidos de gozo y de dolor, pero también reivindicadores. Un personaje universal en el cual muchos se ven reflejados, pieza fundamental de la historia de las mujeres, del discurso de la otredad.
[1] De la Cruz, Juana Inés Sor. Obras Completas. 16ª. Ed. México: Editorial Porrua, 2010. P. 843
Licenciado en Historia del Arte por el Centro de Arte Mexicano, y maestro en Educación Inclusiva e Intercultural por parte de la Universidad Internacional de La Rioja. Cuenta con un diplomado en: Enfoque Feminista de la Teología Cristiana por parte de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Es fundador del Colectivo Teresa de Cepeda y Ahumada.