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De entre todos los aspectos que integran nuestra fe -Sagradas Escrituras, Liturgia, Dogmática, Historia, Arquitectura, Arte y una infinita lista de etcéteras- posiblemente el aspecto humano sea el menos comprendido y, por ello, el más atacado.
El Papa es un símbolo que significa mucho y que evoca demasiado; una figura cargada de títulos, vestimentas y sobre todo responsabilidades, que se enfrenta a una doble obligación: la de proteger la Iglesia que Jesús encargó a sus predecesores, al tiempo que se adapta -en la medida de lo posible- a su realidad, comprendiendo sus tiempos, sus lugares y sus personas.
Hay un libro cuya portada me pareció interesante desde que tuve oportunidad de verlo en el aparador: Humo blanco, sobre el hombre llamado Papa.
Y es que, desde que tomamos el libro, podemos observar una silueta extrañamente sombría, una figura esfumada, una cara sin rostro. Esta imagen, me parece, no solo intenta representar -a través del incógnito- a los 265 sucesores de Pedro, sino también la cualidad ‘obscura, humana e imperfecta’ de cada uno de ellos.
Hoy, que estamos próximos a vivir una nueva etapa dentro de la Historia de la Iglesia y que un nuevo pontífice asumirá el peso de la dirección, la contemplación de esta portada me parece una invitación a reflexionar en que la Iglesia, a diferencia de otras instituciones históricas, fue abiertamente fundada sobre la debilidad humana.
Hoy, me parece, hemos recibido una invitación que nos acerca al que es quizá el oficio más asombroso, necesario y adverso en la historia de Occidente, que nos demuestra que podemos encontrar a Dios en todas partes y en todas las cosas, incluso -o sobre todo tal vez- en nuestra propia debilidad.