Tzintli Velázquez
Cuando decimos que la Biblia es Palabra de Dios, nos situamos en el corazón de un misterio: Dios que se comunica en la fragilidad de palabras humanas. Como el fuego que arde en la zarza sin consumirla (cf. Ex 3,2), la Escritura ilumina sin destruir, calienta sin sofocar, invita sin imponer.
No es un libro caído del cielo, sino un entramado de voces, épocas, géneros y estilos que conservan en medio de la diversidad una melodía única: la voz de Dios que acompaña la historia de su pueblo.
La comunidad que se reúne en torno a la Escritura es semejante a un coro polifónico: ninguna voz lo abarca todo, pero cada timbre añade matices imprescindibles.
El Concilio Vaticano II enseña con claridad: “Las verdades reveladas por Dios… fueron consignadas por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo” (Dei Verbum, 11). Los autores bíblicos son verdaderos escritores, no simples secretarios. Escribieron desde sus circunstancias, pero en sus palabras respira el Espíritu.
Como en Pentecostés (cf. Hch 2,1-11), donde una misma Palabra fue escuchada en múltiples lenguas, la Escritura es a la vez divina y humana. Su inspiración no cancela la historia, sino que la asume. Como recuerda el mismo Concilio: “La Sagrada Escritura debe leerse e interpretarse con el mismo Espíritu con que fue escrita” (Dei Verbum, 12).
San Pablo recordaba a Timoteo que “toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para corregir, para instruir en la justicia” (2 Tim 3,16). Útil, pero no simple. La Palabra no es un manual científico ni un reglamento jurídico.
La Biblia es un conjunto de géneros: narraciones, parábolas, himnos, proverbios, visiones proféticas. Quedarse en una lectura literalista es como reducir una sinfonía a una sola nota. Hemos, pues, de buscar el sentido pleno sin violentar el sentido humano de los textos (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 110-114).
Para ello, contamos con diversas herramientas como:
- Exégesis: comprender el contexto histórico, cultural y literario.
- Hermenéutica: descubrir cómo ese texto resuena hoy.
- Lectura interdisciplinar: dialogar con la filosofía, la sociología, la antropología, las ciencias.
- Teología bíblica: vislumbrar la coherencia del plan de salvación en toda la Escritura.
Cada enfoque es como una ventana de un mismo edificio: cada una deja entrar una luz distinta, y juntas nos ayudan a contemplar la amplitud de la casa.
La Biblia es Palabra de Dios no para individuos aislados, sino para el Pueblo de Dios en camino. La constitución conciliar Lumen Gentium enseña que la Iglesia es un pueblo convocado por Dios “en el Espíritu Santo” (LG 2), donde todos participan del sensus fidei, “desde los obispos hasta los últimos fieles laicos” (LG 12).
Esto significa que en la escucha de la Palabra no hay distinciones de dignidad, sino de funciones: todos reciben la misma luz, aunque cada ministerio la sirva de manera distinta. La asamblea reunida en torno a la Palabra es icono de una Iglesia donde nadie está excluido. La Palabra deja de ser mera lección para transformarse en camino compartido, en sinfonía donde el Espíritu Santo conduce el ritmo y la melodía.
La lectura bíblica, por tanto, es también ejercicio de escucha activa (cf. Ap 2,7: “El que tenga oídos, que oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias”), de discernimiento comunitario (cf. Hch 15,28: “Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros…”), y de inclusión, donde cada voz, incluso la más frágil, es parte del diálogo del Espíritu.
El papa Francisco lo subraya en Episcopalis Communio (2018): el Pueblo de Dios, en virtud del bautismo, es sujeto activo en el discernimiento de la fe, y la escucha de la Palabra es siempre sinodal. El Documento para la Asamblea del Sínodo (2023) lo ha recordado con fuerza: la Palabra no es patrimonio de algunos, sino don compartido que construye comunión.
La Escritura no es un fin en sí misma, sino palabra que se prolonga en la vida y en la creación. Es semilla (cf. Mt 13,1-23) que germina en obras de justicia, hospitalidad, inclusión y reconciliación. Es espejo que revela lo que somos llamados a ser.
Decir que la Biblia es Palabra de Dios significa aceptar que esa voz sigue viva en la historia y
en los clamores de la humanidad.
El salmista lo proclama: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19). La creación entera se convierte en prolongación de la Palabra escrita, invitándonos a leer a Dios no solo en el libro, sino también en la vida. La Biblia es puerta de entrada, pero la casa entera es el mundo amado por Dios.
Por eso, decir que la Biblia es Palabra de Dios es confesar que, en medio de relatos antiguos y actuales clamores, resuena la voz viva del Señor. Esa voz no se queda en el papel, sino que fecunda la vida personal y comunitaria. Como recuerda la constitución conciliar Dei Verbum: La Sagrada Escritura es el alma de la teología y el alimento de la vida espiritual (cfr. DV 24).
Leer la Escritura es dejar que Dios hable, y al mismo tiempo disponerse a responder con obras. Es aceptar que la Palabra que se escucha en la Iglesia y en la creación quiere encarnarse en comunidades vivas, solidarias y sinodales, que reflejen la justicia del Reino.
Porque la Palabra de Dios es como la lluvia que fecunda la tierra (cf. Is 55,10-11): nunca vuelve vacía, sino que produce fruto en quienes la escuchan y la ponen en práctica.
La Palabra de Dios no es un eco detenido en la letra, sino un manantial que brota incesante, como si la eternidad se empeñara en hablar en la fragilidad de los signos humanos. Cada versículo es un pliegue donde el Misterio se oculta y se revela, un espejo en el que el creyente se reconoce convocado a ser no mero oyente, sino testigo vivo. La Escritura, al abrirse como libro y como sacramento de la voz divina, nos recuerda que la fe no es una posesión, sino una travesía, un éxodo constante hacia el horizonte donde Dios sigue pronunciando su “hoy” (cf. Hb 3,15)
Leer la Biblia con ojos abiertos y corazón atento es como internarse en un bosque lleno de símbolos: hay senderos claros y también veredas ocultas; hay cantos de aves y también silencios densos. En cada página se entrelazan historia y profecía, carne y promesa, sombra y resplandor. Quien se adentra en ese bosque no lo hace para perderse, sino para hallar en cada árbol una señal, en cada raíz una memoria, y en cada fruto una anticipación del Reino. Porque la Escritura, cuando se escucha con reverencia, abre la posibilidad de que toda la creación se revele como texto vivo donde Dios escribe con luz y tiempo su incesante Palabra.
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